Cuando Hubert Robert expuso este cuadro en el Salón de París de 1785, su obra fue recibida con grandes elogios, recibiendo halagos entusiastas de Diderot. Esta reacción no era de extrañar, ya que el cuadro consolidaba la visión estética de Robert y resonaba con la fascinación de la época por lo "sublime".
La trayectoria artística de Robert se forjó durante su estancia en Roma, donde vivió de 1754 a 1765. Allí pasó de ser un paisajista a un reputado pintor de escenas arquitectónicas, lo que le valió el apodo de Robert des ruines (Roberto de las ruinas).
La elección de representar el Gran Incendio de Roma en el año 64 d.C. ofreció a Robert la oportunidad de combinar su pasión por la representación arquitectónica con el gusto de la época por lo sublime — un estilo que evocaba profundas y a menudo sobrecogedoras emociones. Esta gran catástrofe duró nueve días en total y, tras el incendio, el 71% de Roma había quedado destruida (10 de los 14 distritos).
Según Tácito y la tradición cristiana posterior, el emperador Nerón culpó a la comunidad cristiana de la ciudad por la devastación, iniciando la primera persecución del imperio contra los cristianos. Otros historiadores contemporáneos culparon a la incompetencia de Nerón, pero en la actualidad los historiadores coinciden en que Roma estaba tan abarrotada que el incendio era inevitable.
Pero volvamos al cuadro. El Incendio de Roma se estructura en torno a un dramático efecto de contraluz que unifica la composición, presentando algo más que un mero acontecimiento histórico. La obra transmite el choque entre dos fuerzas colosales — la historia y la naturaleza — simbolizado por la disparidad de escalas. A través de esta tensión, Roma es a la vez glorificada y destruida.
En esta composición, Robert emplea su característico vocabulario de fachadas de templos y arcos, creando un inmenso marco para el drama humano dentro de la narrativa histórica más amplia. La decisión de centrarse exclusivamente en las figuras femeninas que huyen del fuego acentúa la intensidad emocional de la escena, mientras que la inclusión de una estatua antigua en el centro, situada sobre una madre que conduce a su hijo escaleras abajo, refleja simbólicamente la coexistencia de dos reinos: el antiguo y el moderno, el divino y el terrenal.
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